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Cali, una ciudad con el sentimiento musical abordo

POR GERARDO QUINTERO TELLO

(Director del Noticiero 90 Minutos y escritor de los libros ‘Ecuajey’ y ‘Traigo de Todo’)

La música transforma vidas, de eso no tengo dudas. Pero no solo vidas, cambia las ciudades, modifica su lenguaje, sus formas, su estilo y sus colores. Cali es un ejemplo palpable de ello, pues esta ciudad sufrió una metamorfosis asombrosa a través de los ritmos afrocaribeños. Muchos fueron testigos de cómo la ciudad fue mutando en sus orígenes musicales. Y fue en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, con la llegada del Trío Matamoros y el posterior arribo de la grandiosa Sonora Matancera, cuando comenzó a dar muestras de ser más caribeña que andina.

Esa era la gran paradoja, una ciudad andina, incluso más cercana al Pacífico, que se fue deslizando a través de su sonoridad hacia los brazos del sabor ancestral afroantillano. ¿Cómo la ciudad comenzó a respirar otras sonoridades, a pensarse de otra manera? ¿Cómo la salsa transformó, incluso, el modo de vestir, pensarse y sentir de los caleños?

En 1958, ya la Sonora hacía saltar las radiantes rockolas de los bares populares de la ciudad. En las cantinas del añejo Barrio Obrero ya se discutía sobre cuál era la mejor voz si la de Bienvenido Granda, ‘El bigote que canta’, o la de ‘El Jefe’, Daniel Santos. El Teatro Belalcázar, situado entonces sobre la Carrera 10 con Calle 21, a pocas cuadras del Parque Eloy Alfaro, por supuesto en el Obrero, fue testigo de su agónico ‘lamento borincano’ y su dolorosa ‘Despedida’.

En ese año, Cali apenas se recuperaba de la gran tragedia que enlutó a la ciudad el 7 de agosto de 1956 y que costó la vida a más de cuatro mil personas. La ciudad estaba estremecida y el corazón de la rumba de entonces también latía con menos intensidad. En medio de ese ambiente que golpeaba aún la ciudad salió el álbum ‘Navidades con la Sonora Matancera’. Doce cortes que sonaban en el tocadiscos a 33 revoluciones por minuto y que se transformaron en un paliativo para la nostalgia. Con cada año que transcurría, la Sonora se instalaba sin retorno en el alma musical de Cali.

“Cali se quedó con la memoria de la música cubana, de la salsa, gracias a nuestros antepasados. Ellos retomaron la música cubana en los finales del 30, con la aparición de la radio. Después, con el cine mexicano, con el cine de rumberas, un periodo de más de 200 películas a partir de 1946, una especie de subgénero, donde las protagonistas eran bailarinas, casi todas cubanas (Tongolele, Meche Barba, Ninón Sevilla, etc), y, donde aparecían fundamentalmente dos orquestas, la Sonora Matancera (con Celia Cruz, Daniel Santos) y la orquesta de Pérez Prado, con el mambo, que dio origen al bailado pachuco que se tomó la zona de tolerancia de Cali, que quedaba incrustada entre el barrio Sucre y el Obrero”, me dijo una vez en una de esas interminables conversaciones mi amigo, el  escritor Umberto Valverde, quien lamentablemente falleció el año pasado.

‘El viejo Umber’ –como le decía de cariño- sabía de qué hablaba porque él habitó sus primeros años en el barrio Obrero, desde donde comenzó a fraguarse esta historia sonora.

La llegada de ‘Los Durísimos’

Pero sin duda un hito se convirtió en punto de partida de esa metamorfosis que vivió la ciudad: la llegada de Ricardo Ray con su orquesta partió en dos su historia. El 26 de diciembre de 1968 se consumó ese amor eterno entre Cali y ‘Los Durísimos’. El mito salsero en Cali se fue construyendo con el paso de los años y también a través de los hitos culturales.

El escritor Umberto Valverde nos hizo un retrato maravilloso de la ‘gallada de la calle mocha’, del barrio Obrero, con ‘Bomba Camará’. Andrés Caicedo inmortalizó a Richie y Bobby en ¡Que viva la música!, y muchos años después, Sandro Romero y Silvia Vargas realizaron un documental brutal llamado ‘Sonido Bestial’.

Una década de investigación para hacer una biografía cinematográfica de una pareja musical que ha durado más tiempo que muchos matrimonios. En 1971, el propio Andrés Caicedo ejecutó un increíble acto de pura subversión musical. El escritor caleño, entregado a los sonidos trepidantes de ‘Los Durísimos’, diseñó e hizo imprimir decenas de carteles contra lo que él llamaba ‘el sonido paisa’, y contra lo que denominaba “la censura a Richie Ray y Bobby Cruz”.

Esos afiches los pegó por toda la ciudad, un acto que no pasó desapercibido para el poeta Medardo Arias, que se maravilló de tal escena y se preguntó entonces: “Quién habría sido el loco que se inventó ese cuento”. No fue fácil ese rumbo que tomó la ciudad. San Nicolás, Sucre y El Obrero fueron los fortines que albergaron la musicalidad afroantillana.

En las esquinas de estos populosos barrios florecían bares y cantinas que tenían a Los Matamoros y la Sonora Matancera como sus bandas musicales. Allí, en medio de los lupanares, los amaneceres calurosos y las botellas vacías, Daniel Santos fue construyendo el mito que lo convirtió en el gran jefe de los pobres y desarraigados. Fue en esas estrechas calles del corazón de la ciudad que se expandió esa “música de negros”, como la élite caleña calificaba aquello que no entendía, como suele suceder.

Pero fue el baile, de la mano de Watussi y el gran Evelio Carabalí, entre otros, lo que comenzaría a catapultar a la ciudad hacia otra dimensión artística. Los caleños disfrutaban como pocos con ese movimiento de pies que nos hizo únicos, porque en la entonces pequeña urbe no se bailaba, sino que una fuerza incontrolable se apoderaba de corazones, pies y cintura, y comenzaba una suerte de danza frenética al compás de la tumbadora, unas trompetas y un piano… Y aunque como decía Nelson y Luis Felipe González: “Mi ritmo no es de por aquí, mi ritmo es de por allá”, eso no importó porque los caleños lo hicimos propio.

 La locura del boogaloo

Y uno de sus ritmos ‘culpables’ sin duda fue El boogaloo, que adquirió cierta popularidad en Estados Unidos durante la segunda mitad de los años sesenta. Sus orígenes se encuentran en la comunidad puertorriqueña de Nueva York, también conocidos como ‘newyoricans’. Por ello, las canciones se pasean entre el inglés y el español, llegando a utilizar aquel híbrido lingüístico conocido como ‘spanglish’.

Sin embargo, fue con Pete Rodríguez y los extraordinarios arreglos del gran trompetista Tony Pabón que el Boogaloo alcanza una gran dimensión y realmente cuando comienza a tener una extraordinaria aceptación en nuestra región.

Valga decir que hubo algunas particularidades que reflejaron expresamente el gusto musical y rumbero de los caleños de aquellos años. La leyenda cuenta que fue tal éxito de estos temas de Pete, que algún ‘discómano errante’  decidió alterar la rítmica y pasar de 33 revoluciones por minuto a 45 para que fuera más atronador y apabullante su descarga musical.

Al bailador caleño ‘visajoso’ le fascinaba el ritmo, pero lo sentía muy lento, entonces los ‘discjockey’ de la época que estaban muy pendientes de su pista imprimieron más velocidad para que al final estos temas se convirtieran en las grandes cortinas que han utilizado por años los bailarines caleños en sus coreografías por todo el mundo.

¿Por qué se aceleró el ‘boogaloo’ en Cali?

Benhur Lozada, destacado locutor y programador musical de los setenta y quien también incursionó como empresario musical, dice que es muy difícil precisar a quién se le ocurrió acelerar los discos, pero lo que sí está seguro es que eso se realizó en Cali con un único propósito: que el bailador pudiera mostrar toda su destreza y dominio de la pista y eso solo se desarrolló en nuestra ciudad.

“Cuando el boogaloo se empieza a grabar se hace por una necesidad de los músicos, estaba pasando la pachanga, y los grupos que iban a hacer bailes a morenos americanos no entendían eso del guaguancó y se preocuparon. Entonces, para no perder la ‘chisga’ (el toque) entonces se dijeron que era necesario hacer algo más familiar y empezaron a mezclar el soul y el blues con esos ritmos latinos y allí apareció el fenómeno del boogaloo. Hay mucha gente adjudicándose ese fenómeno, que quién fue primero. Por ejemplo, Joe Cuba se lo adjudicaba, hay que recordar que él hizo el famoso ‘El pito’, como lo conocimos aquí, pero también Joe Pastrana, Jhonny Colón, Richie Ray, hasta los hermanos Lebrón incursionaron en el boogaloo. Pero el que conocimos en Cali fue el de Pete Rodríguez. Lo que mucha gente quizás no sabe es que los arreglos y las letras eran de Tony Pabón, el gran productor de ese ritmo, él era cantante, trompetista y estaba también Alberto Rodríguez, a quien conocimos mucho en Cali porque vino como cantante de la Orquesta Típica Novel”, recuerda Lozada.

El destacado locutor también hace memoria que para los ‘dueños de las consolas’ en las emisoras no era fácil poner el disco a esa velocidad, entonces se idearon un truco y era ponerle cinta en la punta del tocadisco para de esta manera lograr el sonido agudo y acelerado que a muchos sorprendió.

Por esa razón cuando hoy escuchamos las interpretaciones originales de Pete hace falta respirar un momento y tener paciencia para luego entender que en Cali esos temas los escuchamos a otra velocidad, pero que al final, en el sonido original, está contenido toda una destreza musical que el maestro Rodríguez desbordó en su extensa historia artística.

“A ‘Micaela’ yo la he escuchado en las dos versiones, pero pienso que esa velocidad, que la daba era el pueblo caleño, era como una necesidad inconsciente para estar acorde con esa ciudad moderna, para bailar que era muy importante, el ritmo era muy importante y por eso en el boogaloo las voces se escuchan en 45 revoluciones, mas aguadas y como si estuviera cantando un gato. Eso también sucedió con la música de Richie Ray y Bobby Cruz, que era más lenta, pero los caleños impusieron ese ritmo y sobre todo los bailarines de esa época”, recuerda el escritor Fabio Martínez.

Una apreciación similar tiene el destacado investigador musical y escritor Rafael Quintero: “En Cali toda la música de Pete Rodríguez fue un rotundo éxito, y hasta al acelere que se le hizo al boogaloo con ‘Micaela’, se le atribuye la popularización que esta tuvo en alguna música originalmente lenta para el bailador. Aunque es bueno decir, que desde antes, los caleños habían acelerado a ‘Yenkele Maria’ de Charly Palmieri…  Pero así como ‘Micaela’ era un boogaloo lento, Pete nos trajo otros muy rápidos, como: ‘Soy el Rey de Boogaloo’ y el súper éxito mundial que ha tenido muchas versiones y atraído a todos los públicos en el mundo, ‘I like it like That’.

El estilo veloz del bailador caleño

Tanto Fabio Martínez como Rafael Quintero defienden ese estilo clásico del bailador caleño que era muy ágil con los pies y no necesitaba de las acrobacias aéreas para destacarse en el entramado rumbero. “Recuerdo a Catacolí, a Watusi y María, a Wilson e Sicodélico, na época en la que los bailarines no estaban en la estratósfera, en el aire como los de hoy. Ellos bailaban en una sola baldosa y deleitaban al público haciendo filigrana con los pasos muy rápidos”, advierte Martínez.

Mientras que ‘Rafa’ Quintero recuerda el legado de Evelio Carabalí y explica que estos bailarines clásicos siempre tejieron un entramado especial con los pies, que es un certificado del más del alto nivel del baile clásico caleño. “Lo que se crea es un entramado de pasos marcando la nota, con encanto, swing y visaje, en un baile centrado en los pies. El zapato blanco o el de dos tonos, siempre fue un obligado”.

El investigador Benhur Lozada entrega una explicación más detallada. “¿El fenómeno de Cali por qué se da? En la tradición, el caleño aprendió a bailar guaracha rápido, creó un estilo de bailar guaracha en aquella Calle 19, en el barrio Sucre, había la tradición que cuando sonaba la música alguien en un timbal seguía los acordes, que salía de la Rocola y el caleño empezó a bailar así y nadie le dijo que la guaracha se bailaba así; luego llegó el mambo, la pachanga y tampoco nadie le dijo cómo bailar, hasta llegar al boogaloo”.

Pero también fue la pachanga, ese otro ritmo nacido (cómo no) en Cuba a finales de los cincuenta que se convirtió en un fenómeno enloquecedor en Cali. Las ‘pastas’ llegaban de Buenaventura por tierra y por tren, e inundaron las cantinas y casas de los barrios populares de la ciudad. Y fue un boricua nacido el 22 de abril de 1931 y bautizado con el nombre de Gilberto Miguel Calderón, más conocido como Joe Cuba, el que condujo a los caleños a construir nuevos pasos, a saborear la rumba de otra manera y a improvisar nuevos pasos, de manera distinta al boogaloo y la música antillana.

Solo basta escuchar esa entrada en el piano de la ‘Pachanga se ha vuelto brava señores’… Al pararme yo en la seis me encontré con Perico // Me dijo ven acá chico pa que te comas este buey // La pachanga se ha vuelto brava señores // Ya nadie quiere bailar lo que antes aquí se gozaba // la gente loca llamaba tráeme ritmo pa’changar’. En la voz de un jovencito Cheo Feliciano, el Sexteto de Joe Cuba enloquecía la muchachada caleña de aquellos ‘años locos’. ‘El pito’, ‘Cachondea’, ‘Tremendo rumbón’, ‘Malanga brava’, ‘Rica pachanga’ provocaron furor en esta ciudad y si a esto le sumamos al otro Joe, pero de apellido Quijano, que interpretaba temas como ‘Pachanga ehhh, pachanga en changa // Charanga ehhh charanga en changa // O cuando los caleños entraba en esa discusión del barrio sobre cómo es que se bailaba la pachanga o cuál es la confusión con la charanga. Mejor dicho, la mesa estaba servida para la rumba, mientras Joe Quijano aclaraba que su orquesta no era charanga sino que tocaba el ritmo de pachanga.

Por eso, cuando el 4 de abril del 2019 partió de este mundo terrenal Joe Quijano, ‘El rey de la pachanga’, en Cali se sintió un dolor bajito porque el artista nacido en Puerta de Tierra fue clave en la construcción de la banda musical de la ciudad. Edgar Hernán Arce, locutor estrella de aquellos años setenta, lo evocó de una manera muy sentida y le dedicó estas palabras: “La pachanga fue un ritmo básico para el fenómeno de la salsa. Joe Quijano Llegó una noche caleña traído por el empresario Larry Landa y lo recibí en el aeropuerto con el papá de Larry que me había invitado para ese momento en que yo me encontraba como director y programador de La Voz del Valle de Todelar y liderábamos a Aprodesal, Animadores Profesionales de la Salsa. Simpático, dicharachero, con facilidad para entablar amistad. Fueron días y noches intensas de trabajo promocional en el sello Cesta Record, en sociedad con Larry Landa, para finalizar el año con presentaciones en la Caseta Toro Sentao en la Feria de Cali. Luego, cuando viajé a Nueva York, fue Joe Quijano quien me sirvió como guía en compañía de Humberto Corredor en la ciudad de los rascacielos. Duele su partida como músico, como persona y como amigo. Y claro, lo que significa su música para una ciudad como Cali”.

Y a la par de esa bailadores o bailarines caleños que fueron imprimiendo esa fuerza letal rumbera en las pistas locales e internacionales, también fue ocurriendo otro fenómeno increíble en Cali y fue la creación, en esos maravillosos años ochenta, de las salsotecas, esos espacios que abrieron el camino para entender, para comprender, para pensar una música que solo se creía destinada a bailar.

Entonces, de la mano de “locos hermosos” como Gary Domínguez, Mario Rivadeneira o Richard Yory, comprendimos por qué se le cantaba a los orishas, Yemayá y Changó; qué tenían que ver las trompetas con las sonoras; por qué Songo le dio a Borondongo; qué carajos era ‘Pal 23’ y por qué del barrio Obrero a La 15, un paso es…

‘Malicia Enjundia’, una escritora del barrio que hace poco lanzó un libro llamado ‘Buzirako Fútbol Club’, explicaba en la revista barranquillera ‘La Lira’ que en las salsotecas se congregaban los vagabundos, los borrachos, los tristes, los melómanos, los bailadores y los que aprendimos a reír y llorar bailando.

“A esos lugares iban los coleccionistas para hacer sus audiciones cuando por romerías se daban cita para escuchar canciones y hablar sobre ellas y sus autores. Tenían una regla de oro: nadie podía bailar”. Así resume ‘Malicia’ los maravillosos años en los que convivimos con esa musicalidad mientras discutíamos si era mejor el piano de Richie Ray, los solos de Papo Luca o la genialidad clásica de Lino Frías.

Esa fue la increíble transformación de una ciudad andina que soñaba con ser caribeña. Esa música, tantas veces desdeñada por barriobajera, esquinera, callejera, la misma de los tarros, del golpe seco de la campana, de la bullaranga, de la “merienda de negros”, trascendió y se les coló por debajo de las puertas en los grandes clubes de la ciudad, sin que nadie lo pudiera evitar.